La activista climática sueca Greta Thunberg ha regañado a los líderes mundiales por no salvar a su generación del cambio climático, convocando huelgas climáticas juveniles y llevando a millones de personas a las calles de todo el mundo, exigiendo que se actúe. Para muchos, la emotiva oratoria de Thunberg es una chispa.
Sin embargo, para nosotros, las acciones medioambientales de Thunberg son más impresionantes que sus palabras. Thunberg cruzó el Océano Atlántico a bordo de un velero de cero emisiones para asistir a las conversaciones sobre el clima celebradas en septiembre en Nueva York, comiendo alimentos liofilizados, sin ducharse y renunciando a otras comodidades del transporte aéreo para pasar 15 días en alta mar.
El sacrificio de Thunberg personifica el reto subyacente al cambio climático: si se quiere frenar el calentamiento global, hay que modificar los cómodos estilos de vida de los países desarrollados. Dicho de otro modo, no importa el revuelo que genere el discurso de un activista porque distrae del hecho fundamental de que la única forma de salvar nuestro planeta es cambiar nuestra forma de vivir.
Los responsables políticos llevan mucho tiempo debatiendo cómo fomentar la adopción de comportamientos más ecológicos, como comer menos productos animales, reducir el uso del aire acondicionado, volar menos y utilizar más el transporte público. Una suposición muy arraigada es que cuando se presenta a la gente información sobre cómo frenar el cambio climático -por ejemplo, a través de etiquetas energéticas (Energy Star), anuncios de servicio público o mensajes en los medios de comunicación (“Ahorra agua, dúchate más corto”)- adoptarán hábitos más ecológicos.
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Pero nuestra investigación, publicada recientemente en Nature Communications, echa agua helada sobre una teoría que ya estaba helada. Las personas no cambian sus comportamientos medioambientales simplemente porque se les dice que lo hagan. Más bien, hay que incitarles a elegir un estilo de vida más ecológico con intervenciones lo suficientemente convincentes como para vencer la fuerte resistencia a cambiar los hábitos habituales y cómodos. Identificar estos motivadores, y la psicología que hay detrás de ellos, podría ayudar a frenar la crisis del cambio climático.
Para comprender cómo afectan las intervenciones a los comportamientos medioambientales, examinamos más de tres millones de observaciones de los hábitos de la gente en 83 experimentos de campo realizados entre 1976 y 2017 en más de 20 países. Nuestro objetivo no era calibrar los beneficios climáticos de una determinada estrategia de mitigación; sólo examinamos cómo las políticas influyen en los comportamientos.
Lo que encontramos será sorprendente para la mayoría de los responsables políticos, profesionales y defensores del medio ambiente. Aunque la mayoría de los esfuerzos mundiales de mitigación del clima parecen ser intervenciones basadas en la información, estas campañas rara vez producen cambios de comportamiento impactantes. La información diseñada para influir en las elecciones de estilo de vida -como comprar electrodomésticos de bajo consumo, o cerrar el grifo cuando nos cepillamos los dientes, o incluso cuántas toallas usamos en los hoteles- no es una solución climática eficaz.
Las intervenciones conductuales funcionan mejor cuando las personas están expuestas a fuertes motivaciones que compiten entre sí. Un ejemplo es la comparación social, la idea de que la gente cambiará de comportamiento cuando se dé cuenta de que está haciendo menos por el medio ambiente que sus compañeros o vecinos. Pero las intervenciones son más impactantes cuando los cambios contextuales sutiles reorganizan el contexto físico en el que las personas toman sus decisiones. Estos cambios, también conocidos como “codazos”, allanan el camino de menor resistencia, haciendo que la elección proambiental sea la más conveniente y fácil.
Por ejemplo, cuando los contenedores de reciclaje están situados en todas las plantas de un edificio, en lugar de sólo en la entrada, la gente es más propensa a reciclar porque tiene menos distancia que recorrer. Del mismo modo, cuando los hoteles ajustan automáticamente el aire acondicionado a temperaturas sostenibles (77 grados Fahrenheit), ahorran energía porque los huéspedes tienden a no ajustar el termostato.
Teniendo en cuenta estas ideas, ¿cómo debería responder el mundo?
Los responsables políticos pueden liderar reconociendo que la gente no modificará fácilmente sus hábitos de altas emisiones de carbono; hay que darles un empujón. El hecho de que alguien crea en el cambio climático o exprese su apoyo a la neutralidad del carbono no significa que vaya a cambiar su todoterreno por un pase de autobús. La información sin motivación es inútil. Para detener el calentamiento global, los líderes deben abandonar la estrategia de décadas de proporcionar información y esperar que la gente tome las decisiones “verdes” por sí misma.
Si se aplican estratégicamente, los empujones conductuales podrían convertirse en poderosas herramientas políticas en la lucha contra el cambio climático. Si, por ejemplo, las empresas de servicios públicos implementaran una opción por defecto para las energías renovables (opt-out), los clientes podrían reducir su huella de carbono sin hacer nada. Los supermercados podrían reducir el consumo de productos animales diseñando tiendas que expusieran la carne y los productos lácteos en zonas menos accesibles. Y si las ciudades hicieran más por promover el uso de la bicicleta -con más carriles para bicicletas que para coches, por ejemplo- el uso de vehículos podría disminuir de forma natural. Estas estrategias pueden ser especialmente relevantes a nivel estatal y local, donde se centra ahora el grueso de la acción climática en EEUU.
Los consumidores también tienen un papel que desempeñar. Si la gente se toma en serio lo de salvar el planeta, debe dejar de esconderse tras una falsa desesperanza y darse cuenta de que las empresas responden a las demandas de los consumidores. Por el momento, ese mensaje no se está transmitiendo. Por ejemplo, aunque el “flight shaming” ha ganado adeptos como forma de reducir las emisiones de dióxido de carbono, muy pocos viajeros optan por quedarse en la pista. Una encuesta reciente reveló que sólo el 14% de los encuestados dejaría de volar si la alternativa fuera menos conveniente o más cara. En otras palabras, el sacrificio voluntario no es una virtud generalizada.
El cambio climático está al alcance de la mano, y dentro de una década, las tendencias de calentamiento podrían ser irreversibles. Y, sin embargo, aunque la preocupación por el cambio climático crece, los comportamientos ecológicos están atascados en cámara lenta. Culpar a la industria y a los responsables políticos de una acción limitada es un error de atribución.
Quizá sea eso lo que nos atrae de activistas como Thunberg. Contra todo pronóstico y en contra de los hábitos de la mayoría de la gente, sus acciones climáticas coinciden con sus palabras sobre el clima. Thunberg no parece necesitar empujones, influencias sociales o impuestos, lo cual, como muestra nuestra investigación, es una cualidad poco común. Pero nuestros resultados también sugieren que con una cierta reestructuración de los entornos sociales, posiblemente combinada con incentivos y regulaciones, es posible empujar a más personas a seguir sus pasos ecológicos concretos. Lo mejor de todo es que, cuando los codazos están bien diseñados, los sacrificios se convierten en algo natural.